Loiola XXI

Lugar de encuentro abierto a seguidor@s de S. Ignacio de Loyola esperando construir un mundo mejor


Deja un comentario

El Papa cerró la puerta santa.

El Papa cerró la Puerta Santa

El gesto final del Jubileo extraordinario. Pero el tiempo de la misericordia continúa
AP

Papa Francisco cerrando la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro

29
0
Pubblicato il 20/11/2016
Ultima modifica il 20/11/2016 alle ore 08:30
ANDREA TORNIELLI
CIUDAD DEL VATICANO

«Oh, Llave de David, cetro de la Casa de Israel, que abres, y nadie puede cerrar, cierras y nadie puede abrir: ven, libera al hombre prisionero, que yace en las tinieblas y en la sombra de la muerte». La «schola cantorum» acaba de entonar esta estrofa. Papa Francisco, después de haberse retenido en oración silenciosa en el umbral de la Puerta Santa, cerró sus pesadas hojas. Las mismas que hace menos de un año, el 8 de diciembre de 2015, él mismo abrió, bajo la mirada de su predecesor, para inaugurar el Año Santo extraordinario de la Misericordia.Concluye de esta manera un Jubileo «extendido», que se vivió en cada una de las diócesis como en Roma. Un Jubileo que no tuvo grandes eventos, sino una invitación capilar a la conversión. Es imposible tratar de hacer estadísticas, pero muchos testimonios indican que aumentaron las confesiones. Acaba, pues, el Año Santo, pero no el tiempo de la misericordia: el próximo lunes 21 de noviembre será publicada la Carta apostólica «Misericordia et misera», con la que Francisco, a pesar de haber cerrado la última Puerta Santa, seguirá profundizando y proponiendo el rostro misericordioso de Dios y de su Iglesia.

En el libro entrevista «El nombre de Dios es misericordia», publicado en enero de 2016, Francisco dijo: «Sí, yo creo que este es el tiempo de la misericordia. La Iglesia enseña su rostro materno, su rostro de mamá, a la humanidad herida. No espera a que los heridos toquen a su puerta, los va a buscar a la calle, los recoge, los abraza, los cuida, hace que se sientan amados. Cada vez estoy más convencido de que este es un “kairós”, nuestra época es un “kairós” de misericordia, un tiempo oportuno».


Deja un comentario

Son unos veinte millones los peregrinos que han acudido a Roma en el año jubilar.

20 millones de peregrinos visitaron Roma durante el Año Jubilar de la Misericordia
Miercoles 9 Nov 2016 | 08:26 am

Ciudad del Vaticano (AICA):omparte:      

La Oficina de las Celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice comunicó que el próximo domingo 13 de noviembre será efectuado el cierre de las Puertas Santas de las basílicas papales de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros.

El Jubileo extraordinario de la Misericordia convocado en abril del año pasado por el papa Francisco, con la bula Misericordiae Vultus (El rostro misericordioso de Dios), concluirá el próximo 20 de noviembre en el Vaticano y se calcula que los peregrinos que visitaron Roma con motivo del Año Jubilar son unos 20 millones.

Este es el número de peregrinos que llegaron a la Ciudad eterna, a pesar de que en casi todas las diócesis del mundo se abrió una Puerta santa, para permitir ganar las indulgencias del Jubileo sin tener necesidad de ir obligatoriamente a Roma.

El presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, monseñor Rino Fisichella, explicó que en ese número están considerados tanto los fieles que participaron de las tradicionales audiencias de los miércoles y de las especiales del sábado en la Plaza San Pedro como los peregrinos que asistieron a los Ángelus del papa Francisco los domingos. También en ese número están los millones que atravesaron las puertas santas de alguna de las cuatro basílicas papales.

Dentro del programa del Jubileo, queda aún una audiencia jubilar, el sábado 12 de noviembre; además el domingo 13 de noviembre será el jubileo de las personas sin hogar que concluirá con la misa del Papa.

El mismo domingo 13 de noviembre se cierran las puertas santas de las tres basílicas pontificias: San Juan de Letrán, Santa María La Mayor y San Pablo extramuros, con sus respectivas ceremonias presididas por los cardenales Agostino Vallini, Santos Abril y Castelló y James Michael Harvey, respectivamente, como legados pontificios.

En cambio el domingo 20 de noviembre, día de Cristo Rey, es el cierre del Año Santo y el papa Francisco presidirá la celebración con el Colegio cardenalicio y los nuevos purpurados elevados el día anterior en un consistorio. Así Francisco, junto a los obispos y sacerdotes presidirá el rito de clausura de la Puerta Santa.+


Deja un comentario

Clausura del año Santo. Calendario

El domingo 20 en San Pedro el Papa celebra la misa de clausura del Año Santo

Las Puertas Santas de todas las diócesis del mundo serán cerradas una semana antes. Las citas de Francisco con los pobres. Sant’Egidio: él es su amigo
ANSA

El domingo 20 en San Pedro el Papa celebra la misa de clausura del Año Santo

El domingo 20 de noviembre Papa Francisco presidirá la misa de clausura del Año Santo de la Misericordia en la basílica de San Pedro a las 10 de la mañana. Las Puertas Santas de todas las diócesis del mundo serán cerradas a semana anterior. En Roma, el rito se llevará a cabo los días sábado 12 de noviembre, en el Hostal Don Luigi Di Liegro (a las 11 de la mañana) y en el Santuario Santa María del Divino Amor en Castel di Leva (a las 18.00), y domingo 13 de noviembre, en las otras tres basílicas papales. Los delegados pontificios para la clausura de las Puertas Santas en San Pablo extra muros y en Santa María Mayor serán los respectivos arciprestes: el cardenal James Michael Harvey, que celebrará la misa y presidirá el rito en San Pablo extra muros a las 17.00, y el cardenal Santos Abril y Castelló en Santa María Mayor a las 18.00.

En relación con la basílica de San Juan de Letrán, catedral de Roma, la misa y el rito de clausura serán presididos por el cardenal vicario Agostino Vallini a las 17.30 del domingo 13. La ceremonia prevé la clausura de las puertas de bronce mientras la construcción del muro se dará en un momento posterior: en la pared, dentro de la nave, que será cubierta con una lapida, será sellada la «capsa», la cajita de zinc con el documento de la clausura de la Puerta, la llave y, según la tradición, algunas medallas y monedas del año en curso.

El mismo cardenal vicario Agostino Vallini, el sábado 12 de noviembre, presidirá las misas para la conclusión del Jubileo en el Hostal de la Caritas diocesana y en el Divino Amor. En cuanto a la Puerta Santa de la Caridad del Hostal Don Luigi di Liegro (en la calle Marsala, 109), la liturgia comenzará a las 11 y participarán en ella los huéspedes de la casa, los voluntarios y los agentes de todos los centros de acogida de la Caritas de Roma. La misa será concelebrada por monseñor Enrico Feroci, director de la Caritas diocesana de Roma, y Giorgio Gabrielli, colaborador del organismo diocesano. Contará con la animación de los huéspedes del Hostal Don Luigi di Liegro. Abierta el 18 de diciembre de 2015, la primera en la historia de los Jubileos que no da a una basílica, catedral o iglesia, la Puerta Santa de la Caridad se encuentra en la entrada principal del comedor y sobre ella hay un mosaico realizado por el jesuita Marko Ivan Rupnik, que representa el Año Santo de la Misericordia.

Durante estos 11 meses, más de 12 mil peregrinos la han atravesado después de haber rezado y desempeñado un servicio de voluntariado: personas no solo provenientes de parroquias, asociaciones o movimientos eclesiales, sino también personas de iglesias lejanas, como de Singapur, India, Taiwán, Estados Unidos, Chile, Perú, Canadá, Bolivia, Georgia, Francia, Gran Bretaña y Suiza. A las 18 del sábado, el cardenal vicario presidirá la misa en la parroquia santuario de Santa María del Divino Amor en Castel de Leva.

En el marco del Jubileo de la Misericordia, las personas sin hogar podrán reunirse con el Pontífice en tres ocasiones: a partir del próximo viernes, a las 11.30, en la Sala Pablo VI; el sábado, en ocasión de la audiencia jubilar especial para los excluidos en la Plaza San Pedro (por la tarde varias personas sin hogar ofrecerán sus testimonios en las basílicas jubilares); y el domingo a las 10, cuando en la Basílica de San Pedro serán recibidas cientas de personas sin techo para participar en la misa del Papa en ocasión de su Jubileo.

«Todos saben que el papa es el gran amigo de los “sin techo” —observó Carlo Santoro, de la Comunità di Sant’Egidio, que es uno de los organizadores del evento. Desde el principio de su Pontificado, Francisco se ha encargado de sus pobres con muchas iniciativas, demostrando que cada uno, en su ámbito, puede hacer algo para dar un poco de dignidad a los últimos de la tierra. Ahora que el invierno está a la vuelta de la esquina, esperemos que también otras instituciones, a nivel local, pongan a disposición centros de acogida. Hay una enorme necesidad».

El exponente de la Comunità di Sant’Egidio también se refirió a la experiencia de un centro de acogida en el que se trata de comprender cómo poder incluir en el mundo del trabajo a las personas sin hogar. «El punto —dijo Santoro— es que muchos de ellos están en la calle desde hace demasiado tiempo y son demasiado ancianos o con graves problemas. En algunos casos, pocos, se ha logrado introducir a alguno en actividades nocturnas como panaderos». Y sentenció: «a menudo se evita ver a los “sin techo”. Son los descartados de los que siempre habla Bergoglio, dando a entender que nadie se puede echar para atrás cuando se habla de ellos».


Deja un comentario

El Papa tercera meditación a los sacerdotes en el jubileo.

Jubileo de los sacerdotes: Tercera meditación del Papa

«El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia»

Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, con los ojos misericordiosos de la Madre de Dios

(RV).- En el marco del Jubileo sacerdotal – en la víspera de la Solemnidad del Sagradísimo Corazón de Jesús, del Año Santo de la Misericordia, y de su culmen, con la Misa presidida por el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el 160 aniversario de la institución de esta solemnidad para la Iglesia universal – el Obispo de Roma dedicó su  tercera meditación a «El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia».

En la Basílica papal de San Pablo Extramuros, en el tercer y último encuentro, del Retiro espiritual para los sacerdotes y seminaristas, predicado por el Sucesor de Pedro, propuso «meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita».

El buen olor de Cristo – el cuidado de los pobres – es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido, reiteró el Papa. Con el Catecismo de la Iglesia Católica, recordó a santa Rosa de Lima, evocando luego a san Pablo y a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan:

«Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448). En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz».

«El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre», reiteró el Papa, señalando que el pueblo valora al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, enseña y corrige con paciencia. Así como «el pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el estar apegados al dinero… porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia».

El Papa Francisco alentó a pedir al Señor «una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos»

Y propuso « una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia».

Recordando el diálogo de Jesús con la mujer adúltera y las palabras del Señor al paralítico de Betesda (Jn 5,14): «No peques más», el Obispo de Roma destacó el mandamiento «En adelante no peques más», «para ayudar a andar», «para caminar en el amor»:

«Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal.

Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cf. Ef 5,2)».

(RC – CdM – RV)

Texto y audio completo de la tercera meditación del Papa Francisco:

El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia

«En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.

Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.

«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo»

El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448).

En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia… Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en  cambio, no diría que pecados secundarios, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro.

La gracia de dejarnos misericordiar por Dios

Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero, que este año si Dios quiere será canonizado, decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».

La mirada de un padre: mirada sacerdotal del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre

Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386). En nuestras obras.

La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual…

Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.

Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.

En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen…). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más» (Jn 5,14). Pero a este —que se justificaba con las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima— lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal».

Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cf. Ef 5,2).

El espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres

Y, hablando de espacio, vayamos al del confesionario. El Catecismo de la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la verdad nos hace libres para un encuentro: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).

Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para los especialistas. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada. Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espiritu Santo, que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra vez el encuentro.

La otra cosa propia de un signo y de un instrumento es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo, sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es, instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un abrazo, como el padre con su hijo.

La tercera característica propia del signo y del instrumento es su disponibilidad. Que el instrumento esté a la mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y hacía dos cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol, la otra era leer un gran diccionario chino. Él decía que, cuando la gente lo veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba disponible para lo esencial. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara de muy ocupado.

Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está obligado a hacer lo imposible).

Hay que aprender de los buenos confesores, los que tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del perdón. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas. A veces la vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo. Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro.

Hay que aprender de los confesores que saben hacer que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias, al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si después no le hacían caso, como el paralítico de Betesda, o si contaban cosas que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él, porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la gente un hálito del Espíritu consolador.

Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —un poco menor que yo—que es un gran confesor. Siempre tiene delante del confesionario una fila, mucha gente; sí, más y más gente, todo el día confesando. Y él es un gran perdonador. Y perdona, pero, a veces, le agarran escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo: «A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo: “Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la mejoraba con más misericordia.

Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de encima. La misericordia nos libra de ser un cura juez-funcionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad para las personas, para los rostros. La regla de Jesús es «juzgar como queremos ser juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en pie… —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan subjetivamente personal— está la clave para juzgar a los demás. No tanto porque esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No curioseaba el alma de la gente (cf. Historia de un alma, manuscrito C. A la madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto» el pecado para no herir la dignidad. Como los dos hijos de Noé, que cubrieron con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cf. Gn 9,23).

Dimensión social de las obras de misericordia

Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7). A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros.

Les propongo meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.

Mateo nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28,20). Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones…

Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan» (cf. 16,20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus (cf. 16,17-18).

Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.

Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.

Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.

Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón… Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada). Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.

Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina. Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.

A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas— como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte.

Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.

Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»… No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti.


Deja un comentario

El Papa a los sacerdotes en el jubileo. Segunda meditación

Jubileo de los sacerdotes: Segunda meditación del Papa

2016-06-02 Radio Vaticana

El receptáculo de la misericordia es nuestro pecado

(RV).- “El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo”. Lo afirmó el Santo Padre Francisco en su segunda meditación del Retiro Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo en el ámbito del Jubileo de los Sacerdotes y en vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de Santificación Sacerdotal.

En efecto, el primer jueves de junio a mediodía, el Obispo de Roma ofreció su segunda meditación en la Basílica romana de Santa María la Mayor sobre “el receptáculo de la Misericordia”. El Papa habló de los corazones “recreados”, de nuestros santos que recibieron la Misericordia y de María como “recipiente y fuente” de Misericordia. De ahí su invitación a ser “con María signo y sacramento de la Misericordia de Dios”.

Francisco recordó a los participantes algunos “modos” de mirar que tiene Nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, “porque a través de nosotros – dijo el Papa – quiere mirar a su gente”.

Y destacó que “María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo”. De manera que “Ella nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios”.

Otro modo de mirar de María – prosiguió explicando el Pontífice – tiene que ver con el tejido, puesto que la Madre de Dios mira “tejiendo”, viendo cómo puede combinar para el bien todas las cosas que le trae su gente. Y recordó que a los obispos mexicanos les había dicho precisamente que “en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita”.

El tercer modo de mirar de la Virgen – añadió el Santo Padre – es el de la atención. En efecto, “María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo”. De donde se deduce la necesidad de “aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios”.

Por último – dijo el Papa Francisco – María mira de modo “íntegro”, uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. “No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario”.

(María Fernanda Bernasconi – RV).

Texto y audio de la segunda Meditación del Papa Francisco durante el Retiro Espiritual en el ámbito del Jubileo de los Sacerdotes:

El receptáculo de la Misericordia

Después de haber rezado sobre aquella dignidad vergonzosa y vergüenza digna, que es precisamente la Misericordia, en el lugar de la Misericordia, vamos adelante en esta meditación sobre el “receptáculo de la Misericordia”. Es simple. Yo podría decir una frase e irme, porque es uno solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado. Pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13). De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete».

Dios no se cansa de perdonar, sino que somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, ¿no? Dios no se cansa de perdonar, aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso. Es simplemente porque Dios no es pelagiano, y por esto no se cansa de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve y vuelve… setenta veces siete.

Corazones recreados

Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un remiendo ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).

Este corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente recreaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios: la fusión de su miseria con el perdón de Dios;  y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso». Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida.

En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo. Mírate a ti mismo. Acuérdate de tu historia. Cuéntate tu historia. Y allí encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Y podemos hacernos la pregunta: ¿cómo me confieso yo? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.

Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese que es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».

Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta.

Las llagas del Señor, ¡eh! San Bernardo tiene dos sermones bellísimos sobre las llagas del Señor. Allí, en las llagas del Señor encontramos la misericordia. Él es valeroso, y dice: ¿Pero tú, te sientes perdido? ¿Te sientes mal? Entra allí, entra en las vísceras del Señor y allí encontrarás misericordia”.

En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices. Las llagas del Señor que permanecen ahora, se las ha llevado consigo. El cuerpo bellísimo, los moretones no están, pero las llagas ha querido llevárselas consigo. Y nuestras cicatrices. A todos nosotros nos sucede, cuando vamos a hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz, el médico nos dice: “Pero, esta intervención ¿por qué fue?, ¿no?

Miremos las cicatrices del alma: esta intervención que has hecho tú, con tu misericordia, que has curado tú… En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia. Allí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se hace el receptáculo de la Misericordia.

Nuestros santos recibieron la Misericordia

Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.

Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es  más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).

Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber: la más profunda. La de negar al amigo. Y lo han hecho Papa. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada – piedra débil que, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más bastoneado, ¡eh! Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti ¿qué te importa? – hasta allí –  tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.

Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.

Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3,17).

Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita: y esto lo hacía sufrir mucho; y en esta nostalgia fue curado. «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.

Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Aquí yo encuentro el gran heroísmo de Francisco: el tener que custodiar “en misericordioso silencio” a la Orden que había fundado. Este es el gran receptáculo de su misericordia. Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros no en defender las cosas más santas – no en esto –  pero «con mal espíritu»: ahí está ese.

Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.

En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia… – dice –  trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida… Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Es decir, un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños. Los pequeños gestos de los sacerdotes, ¡eh! Los pequeños gestos de los sacerdotes…

El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.

El «Cura Brochero» – es un poco de mi patria, ¡eh! – el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida». Y esto nos hará pensar. «No hay gloria cumplida en esta vida». Y «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra lo había dejado ciego. Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».

Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos. Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000). Y así podemos continuar, con los santos, viendo cómo era el receptáculo de su misericordia. Pero vayamos a la Virgen: estamos en su casa…

María como recipiente y fuente de Misericordia

Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes de misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella custodia en su plenitud una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Una misericordia muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magníficat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida»,  junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magníficat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.

En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Y lo he dicho tantas veces. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.

María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino – debilidad omnipotente –  que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).

Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada, por el trabajo, ¿no?, un poco de cansancio… sucede a todos, ¡eh!, que se ha endurecido su mirada, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños, de los más pequeños  de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y los curará de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.

Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.

Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo – esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos) –, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias – ¡con esos! –  y nuestros pecados – ¡con esos! –, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su Padre espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo: es una tentación nuestra, ¿no? “No, no: pediré al obispo que me traslade…”. No, no. No se dejen arrastrar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).

El tercer modo – como mira la Virgen –  es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. Y también las mamás cuando es tan pequeño su hijito, que imitan la voz del hijo para hacerle salir las palabras: se hacen pequeñas… «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia – es una tradición, ¡eh! – las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios.

No todos nos miran de la misma forma, del mismo modo. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Un sacerdote, un cura que se vuelve impermeable a las miradas está encerrado en sí mismo. Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si tú no eres capaz de custodiar el rostro de los hombres que llaman a tu puerta, no serás capaz de hablarles a ellos de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos.

«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener […], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de los obispos, para con sus sacerdotes. Y decía: animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)

Por último, cómo mira María: María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia hace ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Todo lo que tenemos. Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos (cf. Lc 1,46-55). La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.

Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magníficat. Ella es la Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes, sacerdotes, tengan momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglárselas en lo más íntimo de su corazón, no digo sólo “miren a la Madre”: eso lo tienen que hacer; sino vayan allá y déjense mirar por Ella. En silencio, incluso adormeciéndose… Esto hará que en aquellos momentos feos, quizás con tantos errores que han hecho y que los han llevo allí, hará de toda esta suciedad receptáculo de misericordia. Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida – el reino de la misericordia instaurado por el Señor – que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano y agarrándonos de su manto – yo en mi estudio tengo una bella imagen, que me ha regalado Rupnik: la hizo él, de la “Synkatabasis”, y ella que hace descender a Jesús y las manos son como escalones. Pero lo que me gusta más es que Jesús en una mano tiene la plenitud de la Ley y con la otra se agarra del manto de la Virgen: también Él, se ha tomado del manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales es necesario refugiarse debajo del manto de la Virgen. La primera antífona de Occidente es ésta: “Sub tuum praesidium”, el manto de la Virgen. No tengas vergüenza: no hagas grandes discursos; estar allí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontramos a un sacerdote que es capaz de esto, de ir a la Madre y llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: es un buen sacerdote porque es un buen hijo. Será un buen padre. Tomados de la mano por ella y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor.

Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo.

Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia


Deja un comentario

Primera meditación del Papa en el jubileo de los sacerdotes.

1° Meditación del Papa: “La misericordia nos hace pasar de la exclusión a la inclusión plena”

(RV).- “La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Esta es la expresión: la misericordia nos hace pasar de la distancia a la fiesta”, lo dijo el Papa Francisco en la primera meditación del Retiro Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo que participan en el Jubileo de los Sacerdotes, sobre el tema: “El sacerdote como ministro de la misericordia”. Este evento jubilar inició el 1 de junio en Roma y concluirá el 3 de junio con la celebración Eucarística presidida por el Santo Padre en el día del 160° Aniversario de la institución de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en la Plaza de San Pedro.

En su primera meditación el Obispo de Roma recordó que “la misericordia es tanto el fruto de una ‘alianza’ como un ‘acto’ gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa”. Por ello, el Pontífice señaló que esta obra se manifiesta en la actitud de “compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación”.

Y, partiendo de este sentimiento visceral, el Sucesor de Pedro invitó a los sacerdotes a mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros, es decir que el nombre de Dios es Misericordia. “Nada une más con Dios que un acto de misericordia, agrego el Papa, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre”.

En este sentido, el Sucesor de Pedro propuso para la meditación la parábola del Padre misericordioso narrado en el Evangelio de San Lucas, (Cfr. Lc15,11-31). En esta parábola, afirmó el Papa, nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y sin preámbulos, podemos pasar de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. En este sentido invitó el Papa Francisco a los sacerdotes, “la misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario”.

(Renato Martinez – Radio Vaticano)

Texto y audio completo de la Primera Meditación del Papa Francisco

¡Buenos días queridos sacerdotes!

Comencemos esta jornada de retiro espiritual. Y también creo que nos hará bien orar unos por otros, los unos por los otros, es decir en comunión. Un retiro, pero en comunión, ¡todos! Yo he escogido el tema de la misericordia.

Antes una pequeña introducción, para todo el retiro:

La misericordia, en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.

Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica —purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva. Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.

Tres sugerencias

La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.

La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio y que dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente» (Ejercicios Espirituales, 2). San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga» (ibíd., 76). Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás. Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser misericordiados también nosotros.

La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: «Hay que misericordiar para ser misericordiados». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar. Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué pecado tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser —entrañas y espíritu— y a todos los seres.

La última sugerencia va por el lado del fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes más misericordiados y más misericordiosos. Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo.  Por los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77) podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana —fragilidad y pecado incluidos— y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como su Padre es misericordioso». Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente.

Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo —misericordiar y ser misericordiados— que nos lanza a la acción en medio del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.

Primera meditación:
de la distancia a la fiesta

Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy, y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…

La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde salimos— y nos despierta la esperanza de volver. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se sintió miserable.

Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Da vueltas en su dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia.

Avergonzada dignidad

Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos —pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos. Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto por el pecado.

En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.

San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, 74). No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que  no sólo lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!

Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados.

Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas.

Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón.

Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda —directa como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos…  Menos que eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!

Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.

Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.

La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal.

El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu. Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.

De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y en lo que se perdió. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada.

Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.

Un cura hablaba de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz.

Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.

Los excesos de la misericordia

El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa así. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Esta es la expresión: la misericordia nos hace pasar «de la distancia a la fiesta». Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.

Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también) reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».

Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti».


Deja un comentario

Los «sin techo» al Vaticano en noviembre.

El Papa Francisco recibe a personas sin techo de toda Europa

(RV).- En el próximo mes de noviembre  miles de personas que han vivido y que viven en la calle llegarán de toda Europa para encontrar al Papa Francisco, a una semana de la conclusión del Jubileo de la Misericordia. El Papa los recibirá el 11 de noviembre, memoria deSan Martín de Tours, conocido por haber dado la mitad de su capa a un mendigo, cuando era todavía pagano y soldado del Imperio Romano. Aquel encuentro fue el origen de su conversión. Y precisamente, una medalla con la representación del gesto del santo, es el regalo que Papa Francisco da a menudo a los jefes de estado y de gobierno, para recordar la necesidad de promover los derechos y la dignidad de los pobres.

El domingo 13 de noviembre, estas personas sin techo participarán en la Misa presidida por el Pontífice.

La organización del evento está a cargo de la Asociación “Fratello”, “Hermano”. “Este tiempo de peregrinación y de encuentro con el Papa Francisco – se lee en un comunicado de los promotores – consentirá que las personas más frágiles de nuestra sociedad, a menudo en situaciones de exclusión, puedan descubrir que su lugar es en el corazón de Dios y en el centro de la Iglesia”.


1 comentario

Confesiones en la Plaza de S. Pedro del Vaticano.

El Papa y los jóvenes en el confesionario más grande del mundo

(RV).-  Las columnas de la Plaza de San Pedro acogieron la mañana del sábado 23 de abril un improvisado e inmenso «confesionario», cuando inesperadamente llegó el Papa Francisco para confesar a algunos chicos y chicas: fue así el sorpresivo recibimiento del Obispo de Roma a los miles de adolescentes que de toda Italia y del mundo siguen llegando hasta este lugar para celebrar el Jubileo dedicado a ellos y que se prolongará hasta el 25 de abril. Tres días intensos  de oración, confesión, peregrinación a la Puerta Santa de San Pedro, pero también momentos de fiesta y división en el marco del Año Santo de la Misericordia. El tema del evento jubilar, reservado a chicos y chicas de 13 a 16 años (los muchachos más grandes tendrán su Jubileo a finales de julio en Cracovia con la Jornada Mundial de la Juventud) es: «Crecer Misericordiosos como el Padre». En Roma se esperan estas horas a más de 70 mil participantes.

Según ha explicado el Padre Lombardi, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, las confesiones realizadas la mañana de este sábado, se llevaron a cabo de un modo sencillo, «los sacerdotes y los penitentes estaban sentados en sillas colocadas de dos en dos, a lo largo del brazo de columnas de la Plaza de San Pedro». El Papa Francisco estuvo con ellos confesando desde las 11.30 horas hasta las 12.45.


Deja un comentario

Nota crítica sobre ciertas formas de celebración del jubileo.

Bread and circuses during the Year of Mercy? No, grazie!

  • Archbishop Rino Fisichella shows reporters Dec. 4 the certificate that will be given to the pilgrims who will arrive at the Vatican by foot during the Year of Mercy.
The man Pope Francis put in charge of coordinating events for the Extraordinary Holy Year of Mercy — Archbishop Rino Fisichella — has announced that the fledgling Jubilee of Mercy is already off to a roaring success.

The archbishop, whose day job is heading the Pontifical Council for the New Evangelization, told journalists at a press conference on Jan. 29 that in just less than two months since the jubilee was launched (last Dec. 8) nearly 1.4 million people have already taken part in Holy Year events in Rome.

He said 40 percent of those were non-Italians.

Presumably that means all these pilgrims walked through one of the many holy doors located at a number of basilicas, shrines, the main international airport and even a soup kitchen (though hopefully not the several prison chapels) throughout the Eternal City.

But is counting noses really the measure of success?

Attention, subscribers and donors! We’re rolling out an exciting online account management tool. Don’t miss out! Add or confirm your email address today.

Fisichella, to his credit, admitted that it is not.

«A Holy Year of Mercy goes well beyond numbers,» he said.

He then suggested that the real test of the jubilee would be how well it actually helps people «understand the ways in which God’s great love manifests itself in their daily lives.»

But before he made that important clarification, the 64-year-old archbishop let the mask slip and acknowledged that, in fact, it is a point of pride for the Vatican that the crowds flock to Rome.

«All these people did not sleep at my house or under the bridge,» said the archbishop of the more than one million pilgrims that have already come for the Holy Year.

His remark was a clear swipe at Rome’s hotel association, which has complained that tourism in the Eternal City has plummeted due to fears of terrorist attacks and bad planning by the jubilee organizers.

Fisichella insisted his comment was not meant to be «polemical.» He said it was «just to say that they [the many pilgrims] had to have stayed someplace.»

Message received.

But the New Evangelization chief, who could end up with a cardinal’s hat at the end of his jubilee organizing efforts, did not hold the press conference to give a report on the latest Holy Year head count. Would that it were the only reason.

No, he called the presser to offer details about two events that are taking place in the next several days leading up to Lent.

Both of them are aimed, fundamentally, at one thing — getting people to go back to confession, a practice most Catholics gave up a long, long time ago.

Well, good luck, fellas.

Pope Francis is popular and influential, but it’s unlikely that even he will be able to spark a revival in a practice that most Catholics know (correctly) is not essential to their membership in God’s household.

But this is one verdict of the «sensus fidelium» that it seems the pope does not want to acknowledge.

Instead, he will be commissioning more than a thousand priests from all over the world to be «missionaries of mercy». He’ll do that on Ash Wednesday at a big Mass in St Peter’s Basilica, sending these priests back to their local churches with special authority to forgive sins that are normally reserved to the Holy See.

Archbishop Fisichella noted that these envoys would have the «mandate to announce the beauty of the mercy of God while being humble and wise confessors who possess a great capacity to forgive those who approach the confessional.»

We don’t have a list of these 1,071 missionaries of mercy, because the archbishop said if the names of these «super confessors» were published they might be subjected to an avalanche of emails and phone calls. Really? Are there that many people out who have committed one of the five sacrileges that only the pope’s delegates can forgive?

In any case, the «missionaries of mercy» concept sounds extremely dubious. Some would even say kooky.

But not nearly as kooky and outright weird as the second Holy Year «event» that Fisichella unveiled last week.

Here it is: the Vatican will be displaying the bodies of two dead Capuchin saints for an entire week for its Holy Year pilgrims to venerate. They are shipping them in from their normal resting places on either ends of the Italian peninsula.

It’s more than a little ironic that Fisichella, who is considered to be one of Italy’s most intelligent theologians, is being asked to promote this medieval, pietistic practice. He’s the same theologian who, along with then-Cardinal Ratzinger, help ghostwrite John Paul II’s 1998 encyclical, Fides et Ratio (Faith and Reason).

He did his best to make a kooky idea sound as reasonable and normal as possible by emphasizing that «urns containing the relics of Saint Leopold Mandić and Saint Padre Pio of Pietrelcina» were being brought to Rome.

But they are not urns. They are glass coffins.

And under each of them is showcased the embalmed corpse of a bearded friar dressed in a new brown Capuchin habit.

These life-sized «urns», as the jubilee organizer calls them, will be displayed in two different churches in Rome for public veneration on Feb. 3 and 4. Then on the evening of Feb. 5 the two transparent caskets will be carried in a long, solemn procession from the opposite side of the Tiber River all the way up and into St Peter’s Basilica.

The dressed-up corpses (let’s call them what they are) will then be placed in front of the main papal altar for veneration for the next several days until Ash Wednesday.

Fisichella said people would be able to view them in the same way folks paid their respects to John Paul II in 2005 as he lay in state several days prior to his funeral.

But this is not a wake and the two Capuchin saints did not give up the ghost only yesterday. Padre Pio died in 1968; and Leopoldo Mandić in 1942.

But, beyond all that, this is the 21st century. Not the Middle Ages.

Do the men in the Vatican — including our dear Pope Francis — really think that dressing up dead bodies, even of the holiest of saints, is really going to help people «understand the ways in which God’s great love manifests itself in their daily lives»?

Most reasonable Catholics — Italians included — disagree with the need for such props and gimmicks the jubilee committee is using to promote the Holy Year.

The Vatican — and, again, even the pope — categorizes these as «popular devotions.» But most of them are rooted in Mediterranean superstition and folklore. They are completely unnecessary for living the Christian faith and, in some cases, may even detract from the true message of the Gospel.

Leave aside the ridiculous notion of cheap grace. This is grace cheapened.

(Note: Venerating lifeless corpses has absolutely nothing to do with believing in the communion of saints!)

Pope Francis had an extremely important insight when he decided to call the Holy Year of Mercy. He’s done so at a time when the world has never been more aware of its divisions or more uncertain about how to resolve its seemingly irresolvable conflicts and heal its apparently incurable wounds; when it has never been so incapable of achieving peace and bringing about reconciliation.

The Holy Year is the pope’s attempt to help the world — but even more so the church — find the solution to this impossible situation. And he is convinced that it will only be done when people allow themselves to be healed by God’s mercy and then, in turn, offer it to others; when they allow themselves to be forgiven and, in turn, begin forgiving others.

Drawing «pilgrims» to the Eternal City so they can boost the local economy by walking through magic doors or bowing before a spruced-up corpse under a glass display case is not necessary for this.

[Robert Mickens is editor-in-chief of Global Pulse. Since 1986, he has lived in Rome, where he studied theology at the Pontifical Gregorian University before working 11 years at Vatican Radio and then another decade as correspondent for The Tablet of London.]

Editor’s note: We can send you an email alert every time Robert Mickens’ column, A Roman Observer, is posted. Go to this page and follow directions: Email alert sign-up.


Deja un comentario

El jubileo: noticias.

Año de la misericordia.

Fisichella: ya ha ido a Roma más de un millón de peregrinos por el Jubileo

El responsable del Año Santo también habló sobre la llegada de las reliquias de padre Pío y de Leopoldo Mandi? (del 3 al 11 de febrero), y sobre el envío de los misioneros de la misericordia, que serán 1071 y no los 800 previstos
ANSA

Fieles durante la apertura de la Puerta Santa de San Pedro

29/01/2016
IACOPO SCARAMUZZI
CIUDAD DEL VATICANO

Ads by AddonjetAd Options

Los peregrinos que han visitado Roma por el Jubileo de la Misericordia, abierto el 8 de diciembre de 2015 por Papa Francisco, son 1.392.000, y el 40% de ellos no es de Italia. Lo indicó el responsable vaticano del Aó Santo, mons. Rino Fisichella. «Estas personas —dijo durante una conferencia de prensa para la presentación de la llegada a Roma de las reliquias de padre Pío y de Leopoldo Mandi?, del 3 al 11 de febrero— no durmieron todas en mi casa, y tampoco debajo de los puentes». También habló sobre el envío, que se llevará a cabo el Miércoles de Ceniza (10 de febrero), de los «misioneros de la misericordia», que en lugar de los 800 previstos serán 1071, debido al número de peticiones de las diócesis de todo el mundo.

Este Jubileo (del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016) es vivido «intensamente en todo el mundo y cada Iglesia local está organizando este tiempo de gracia como una genuina forma de renovación de la Iglesia y como un momento particular de nueva evangelización. Cada día recibimos miles de fotos y documentos de todo el mundo que atestiguan el empeño y la fe de los creyentes», indicó el Presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización. «Todo esto no ha impedido que también en Roma, durante este período, los peregrinos hayan llegado en buen número. Según los datos que estamos en grado de verificar, a la fecha han participado en los eventos jubilares 1.392.000 personas. Un dato interesante —puntualizó Fisichella— es que el 40% de las participaciones proviene del exterior, en particular son de lengua española y francesa; de todas formas, hemos registrado también peregrinos de Bangladesh, Hong Kong, Corea, Kenya, Mozambique, El Salvador, Nueva Zelanda, Argentina, México, Islas Fidji, Rusia, Bielorusia, Seychelles, Sri Lanka, Costa de Marfil, Chad, Kuwait, Estados Unidos, Albania… Reafirmo que no es este el criterio para juzgar el éxito o no del Jubileo. Un Año Santo va más allá de los números y lo que busca es tocar el corazón y la mente de las personas para ayudarlas a comprender el grande amor con el cual Dios se hace presente en su vida cotidiana. Es un tiempo par revisar nuestra vida de fe y comprender si somos capaces de aquella conversión y renovación que provienen justamente del saber mirar fijamente lo esencial. En todo caso, un balance general no se puede hacer pasados dos meses, sino al final. Cualquier otra consideración es, por el momento, parcial, provisional y no merece especial atención».

El arzobispo también expuso cuáles serán los próximos eventos del Jubileo, empezando por la «primicia» de la presencia en Roma, del 3 al 11 de febrero, de las urnas que contienen las reliquias de san Leopoldo Mandi? (1866 – 1942) y de san padree Pío de Pietrelcina (1887 – 1968), que, según Fisichella, sufrió un poco en Roma, «pero su santidad fue superior». Las reliquias de ambos llegarán a Roma el 3 de febrero y serán colocadas primero en la Iglesia de San Lorenzo extra muros, luego en San Salvador en Lauro y, finalmente el 5 de febrero, con una procesión, en San Pedro, en cuya nave central permanecerán, frente al «altar de la confesión», para la veneración de los fieles hasta el 11 de febrero por la mañana.

«Conviene precisar —añadió Fisichella— que el día 10 de febrero, Miércoles de Ceniza, la basílica permanecerá cerrada por la mañana para la Audiencia general y que, en la tarde, allí mismo se celebrará la eucaristía de inicio de la Cuaresma. Todos los que quieran venerar las reliquias, por tanto, están invitados a escoger uno de los días anteriores, ojalá haciendo uso del corredor jubilar para que tengan facilidad a la hora de pasar por los controles normales de seguridad». Y justamente el 10 de febrero, Miércoles de Ceniza, se abrirá el segundo de los encuentros que ilustró Fisichella: el envío, por parte de Papa Francisco, de los 1071 «misioneros de la misericordia» a todas las diócesis del mundo que así lo deseen para absolver los pecados que normalmente solo pueden ser perdonados por la Santa Sede y ni siquiera por los obispos. «

«È bene precisare – ha proseguito Fisichella – che il giorno 10 febbraio, Mercoledì delle Ceneri, la mattina la basilica resterà chiusa per l’udienza generale e nel pomeriggio vi sarà la celebrazione eucaristica dell’inizio della Quaresima». Quanti desiderano venerare le reliquie, pertanto, sono invitati a scegliere tra i giorni precedenti e compiere il percorso giubilare per essere agevolati nei normali controlli di sicurezza. E proprio il Mercoledì delle Ceneri si apre il secondo appuntamento illustrato da Fisichella, l’invio, da parte del Papa dei 1071 «missionari della misericordia» in tutte le diocesi del mondo che lo richiederanno per assolvere i peccati che solitamente non possono essere assolti nemmeno dal vescovo perché riservati alla Santa Sede. «Siamo stati costretti dalla quantità delle richieste dei vescovi a superare il numero di ottocento che ci eravamo proposti», ha spiegato il monsignore. «Abbiamo riscontrato una grande disponibilità, ma abbiamo dovuto porre un limite alle numerose richieste, perché rimanesse il valore di un segno peculiare con il quale esprimere la straordinarietà dell’evento».

Los Misioneros de la misericordia son solamente algunos sacerdotes que reciben el encargo del Papa de ser, en sus propias iglesias, testigos privilegiados del carácter extraordinario del evento jubilar. El Papa es el único que nombra los Misioneros, no los obispos, y a ellos les confía el mandato de anunciar la belleza de la misericordia de Dios, y de ser confesores humildes y pacientes, capaces de dispensar un gran perdón a cuantos se acercan a la Confesión. Los Misioneros son más de 1000 y provienen de todos los continentes. Me complace especialmente recordar a los que vendrán de países lejanos y que revisten una importancia especial: Birmania, Líbano, China, Corea del Sur, Tanzania, Emiratos Árabes, Israel, Burundi, Vietnam, Zimbawe, Letonia, Timor Este, Indonesia, Tailandia, Egipto. Contaremos además con sacerdotes de rito oriental.

«Hemos constatado una gran disponibilidad, pero hemos debido poner un límite a las numerosas solicitudes recibidas, para que se mantenga el valor de este signo peculiar que expresa el sentido extraordinario del evento —señaló Fisichella. Todos los Misioneros han recibido el permiso de sus respectivos obispos o Superiores religiosos y estarán ahora a disposición de cuantos querrán solicitar su presencia a lo largo de todo el período jubilar y sobre todo durante la Cuaresma. Se harán presentes en Roma 700 Misioneros. El Papa Francisco los encontrará el 9 de febrero para expresarles lo que guarda en su corazón respecto a esta iniciativa que es, sin duda, una de las iniciativas más sugestivas y significativas del Jubileo de la Misericordia. El día siguiente, solamente los Misioneros de la misericordia concelebrarán con el Santo Padre y en tal ocasión recibirán, como se sabe, el «mandato» junto con la facultad de absolver también los pecados reservados a la Santa Sede. Una curiosidad puede ayudar a comprender cuánto interés pastoral ha suscitado esta iniciativa en el mundo. El Padre Richard, en Australia, visitará 27 comunidades de su diócesis rural de Maitland-Newcastle, donde solo hay una iglesia, pero ningún sacerdote residente. A bordo de un camper pasará de una comunidad a otra como “Missionary of mercy on wheels”, ¡Misionero de la misericordia sobre ruedas! En fin, se trata de un signo de cuánto el Jubileo desea llegar a todos para que cada uno pueda experimentar la cercanía y la ternura de Dios».

Finalmente, otros momentos jubilares tienen que ver, ante todo, con la primera Audiencia General en la plaza San Pedro, el sábado 30 de enero. Papa Francisco ha aceptado con generosidad responder a las numerosas peticiones de peregrinos que quieren encontrarlo. Por esta razón un sábado al mes, según el calendario oficial, tendrá lugar una audiencia especial además de las clásicas audiencias de cada miércoles. Para esta primera audiencia se han inscrito ya más de 20.000 personas. Un momento de interés particular comporta también el Jubileo de la Curia, de la Gobernación y de las Instituciones pertenecientes a la Santa Sede que se llevará a cabo el próximo 22 de febrero. La celebración contempla una reflexión en el Aula Pablo VI, a las 8:30 a.m., a cargo del P. Marko Rupnik. Concluida la meditación, se iniciará la procesión por la plaza San Pedro con el paso por la Puerta Santa y la celebración de la santa Eucaristía, presidida por el Papa Francisco a las 10:30 de la mañana.